Mar amante

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Un nuevo mar...

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El agua y mi familia

Nunca había ido al mar. En los años de mi infancia, a tientas toqué el agua de los ríos, playones inmensos de agua dulce, o pozos profundos, riachuelos, charquitos, ríos de toda índole. Un autobús familiar. El paisaje estupendo, un alboroto, canciones, chistes. Yo con un libro en las piernas. Robaba tiempo también para leer alguna historia lejana mientras vivía la mía propia. El instante era perfecto. Mi primo más grande que besaba a la novia. Mi tío Limardo que hacía bailar el autobús al ritmo de la música. Eso sí que era divertido. Mi prima más pequeña que degustaba un rico tetero de frescolita y mi tía que cantaba una ranchera con voz bien afinada e intensa. No había nadie triste o enojado. Repito, era la felicidad perfecta. Comida, alegría y cervezas. Mi familia tenía el buen gusto por la cerveza. Gabriela, mi prima siguiente con sólo cinco años ofreció en su escuela llevar una caja de cervezas para el compartir de la despedida de fin de año. La maestra, horrorizada, llamó a botón a la familia. Resolvieron. La llevaron a otra escuela. A mí no me hacía falta el mar, como no lo conocía... No imaginaba la sal en el agua. Simplemente la vida pasaba y así. Nunca me importó tanto.

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No aprendí a nadar, mi primera experiencia en esa acción fue traumática. En uno de esos paseos al río y como medida pedagógica, mi padré me lanzó al agua a ver si yo podía nadar sola. Imposible olvidarse de ese momento. Qué manera de sentir angustia, tanto miedo para decir la verdad. Algunas formas de enseñanza no hacen sino destruir la armónica relación del ser humano con las cosas que le rodean. Guardé rencor a mi padre algunos días, ya luego se me pasó y viví mucho tiempo feliz sin querer entrar al agua... hasta que conocí el mar.

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Ahora un paisaje marino

El marco de luz perfecto, el azul en degradé desde el infinito, su traje blanco y elegante. El murmullo profundo, constante. A veces calmo, a veces furioso, a veces latente y expectante. Ese fresquito al entrar, el sustico en el pecho y la alegría. Sí, la alegría de saberte vivo, existente, no allá en la idea o el recuerdo, sino en el aquí y el ahora, en la Tierra, con Dios. Me detuve allí, frente a él, lo respiré y me enamoré. Tiene algo de hombre el mar. Es ese estado en el que el tiempo se detiene y la inmensidad, lo infinito de su existencia te sobrecoge y te contiene como un amante entre sus brazos, y te besa, a veces celoso, a veces tierno, siempre enamorado. Te asusta y te atrae, te lastima, te enceguece, te posee. Esa fuerza protectora te baña, te acaricia, y entonces duermes, descansas, sueñas... Es la conexión divina con lo inconmensurable de la enegía del universo.

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Cuando pienso en el mar sólo escucho risas y suspiros, fiestas y alegrías... música, cerca, lejos, dentro. Esa inquieta paz que te mece y que te regala el murmullo del espacio. La tierra acogiendo tus pies que se entierran, que pertenecen y que te equilibra. Ese ardor penetrante de calor te trae al centro, más cerca de donde empezó todo. Mi mundo era la universidad: la carrera, el teatro y mis amigos. Ellos el remanso del final del día, las travesuras y la experimentación, también las locuras y los atrevimientos.

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Hora de la playa

Éramos casi siempre los mismos: la rutina, la misma. Conversar temprano en la mañana por teléfono cuando no llovía y de inmediato correr a preparar el bolso de paseo. Cosméticos, cremas, toallas, sandalias, el cepillo, el pareo, el traje de baño bien puesto, bronceador, lentes, todo lo demás, nunca sin la tarjeta de débito. Antes de salir revisión en la cocina por si podía empacar algún enlatado, restos de comida o chucherías. David, siempre al comando del transporte recogía a cada uno, a las carreras, en la esquina de la casa, a la salida del metro o en alguna encrucijada. Directo a la Guaira. Todo era desparpajo, emoción, música, era pleno, era total, no faltaba nada. Fue conocer la perfecta felicidad.

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Divinas playas tiene el litoral, diversas, coloridas, cada una con su encanto. Antes de llegar necesario era comprar los enseres de alimentación y bebidas espirituosas: vodka o ron, cervezas, pan, queso, hielo, cigarrillos, atún, pepitos y frutas si era posible. El camino era perfecto. Fabricábamos el momento, ritualizábamos el almuerzo, la hora del cigarrillo, organizábamos a quién le tocaba servir las rondas. Si alguna vez faltaba algo, en seguida se escogía la comisión para tal tarea. También esperábamos la llegada del vendedor de tobilleras, amábamos ese intercambio y selección. En este lugar no había nada que nos perturbara, todo lo dejábamos atrás, salvo la piel y el corazón. La ensalada con pasta fría me parece ideal para llevar. Se prepara con atún, aceite de oliva, orégano, pimienta, mayonesa, mostaza y sal, todo esto junto a vegetales varios como la zanahoria, el tomate y también el pimentón y la cebolla. Como base: pasta corta. Cuando nuestro estado financiero lo permitía podíamos comprar tostones y ya el placer era supremo: lonjas de plátano verde, frito, pisado y refrito con sal; servido con zanahoria y repollo rallado, aderezado con mayonesa, salsa de tomate, mostaza y con el excedente maravilloso de una torre de queso blanco rallado: sublime simplemente.

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El invento más bello del hombre

Nos pasábamos el día, había tiempo para todo. El momento del bronceado, el cambiar posiciones para lograr la uniformidad, el protector solar en las áreas problema y por supuesto la buceadita, de reojo y con decoro pero necesaria. No había complejos ni envidias, nos amábamos de verdad. Queríamos solamente estar felices y así lo hacíamos. Las charlas interminables, los recuerdos, la *jodedera* sin maldad. Luego, entrábamos al agua, abrazados y celebrando, jugando a domar las olas. Yo me pierdo entre ellas, me posee el mar, me arrastra, no puedo evitarlo, me siento tan vulnerable y eso no me gusta tanto. Prefiero el mar tranquilo, que me lleve un poquito pero que no me arrastre, así sin agresiones ni sobresaltos. Aunque me reta y me atrae y por eso siempre quiero volver.

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Este párrafo de la nostalgia comienza así. Ahora ya no están más, ni Ernesto, ni David, ni Ruth, ni Aníbal. Todos los que aquí estamos, en este instante perenne, en este lado del planeta, tenemos muchos de ellos en otros lugares, lo fueron todo y ahora ya no cabe compartir una copa o un abrazo. Yo, me quedé en el epicentro. En el movimiento y en la esperanza. Ya luego nos veremos, seguro, donde hablen otro idioma, donde no estará la misma playa pero sí los frutos de esa fiesta eterna que es la amistad. El mar también pertenece a cada uno. Va y viene, como todo. Hora te acaricia, hora te abandona y se transforma en otro y así.

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Ecency