Cuando llegó la convicción

El hombre tenía una especie de bisoñé, sin embargo, era real, era su propio cabello que había dejado crecer a su antojo, parecía que la máquina de afeitar se dañó en plena faena, pero no, era su versión de los dictados de la moda. Su cabellera era un caos, un nido quizás, una maraña, así como sus ideas llenas de prejuicios y creencias de antaño acerca de las mujeres en general.

Al menor intento de conversación se ofuzcaba y gritaba tratando de imponer manidas ideas en las que él mismo ya no creía. Todo a partir de una escena de celos.

Ella lo había visto en la lunchería del centro comercial tomando café con una chica rubia que reía ante todo lo que él decía, por lo menos a ella le pareció ver eso. Luego esa misma tarde él había estado ensimismado observando el teléfono y un comportamiento inusual con ese dispositivo, que prácticamente no soltaba para nada, se había vuelto una constante, desde hacía varias semanas.

No era ella de esas que escudriñan celulares, cuando se presenta el momento, aunque le provocaba, solo para verificar sus presentimientos, se frenaba; no, no caería en ese error.

Prefirió abordarlo directamente y salir de dudas; él lanzo bufidos como un animal rabioso, mientras levantaba vigorosamente los brazos, por un momento ella pensó que la golpearía, aunque él no era de esos.

La nariz se le engrosó el doble, los ojos como atrapados en una malla roja parecían a punto de estallar. Los colmillos sobresalían más de la cuenta. "¡No me celes, no me gusta que me celen!" Gritó, al mismo tiempo que salían gotitas dispersas de saliva, como una lluvia sin aviso.

Ella lo vio con detenimiento era, definitivamente, feo; muy feo, con fealdad creciente, en vez de sentir como un piropo su reclamo, se había transformado en un demonio, al sentirse objeto de los celos.

Una extraña brisa entró por la ventana en el mismo momento en el que ella llegaba a una serena convicción, nunca más.