El acosador exhibicionista


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Pancracio era un oficinista tan frío y oscuro como el lugar en el que trabajaba. No se juntaba con sus compañeros, ni a la hora de almorzar, ni cuando celebraban alguna fiesta en la oficina.

No era mucho más feo que tú y yo, si exceptuamos una prominente nariz, que habría servido para colgar abrigos en un restaurante, o como posadero para pájaros en un zoológico, pero ni ese potente detalle le servía de excusa para no relacionarse con las mujeres…No relacionarse, al menos de forma normal, porque el tipo guardaba un secreto de lo más reprobable y nauseabundo.

—Quiero una gabardina gris —demandó al dependiente de la tienda de ropa y este comenzó a sacarle prendas de su tamaño, pero ninguna le convencía—. La quiero más larga.

El dependiente fue a por una más larga.

-¿Para qué querrá este una gabardina tan larga? —se preguntó dubitativo y agarró la más grande que tenía—. Con esta va a barrer el suelo a su paso.

—¡Esta! —exclamó satisfecho, y tras pagar lo que le pedían, abandonó la tienda.

No la guardó, porque esa misma noche iba a utilizarla.

Encarnación regresaba a casa tras una dura jornada fregando suelos arrodillada. Su jefa exigía que lo hiciera así y maldita la gracia que le hacía, pues ya tenía una edad y la espalda comenzaba a pasarle factura.

—Podía comprar uno de esos robots que lo hacen todo… —sugirió esa misma tarde y su jefa respondió con malicia:

—¿Entonces para que iba a querer alguien que me bregara la empresa.

Como era la única que trabajaba en casa (a su marido lo habían despedido en la fábrica) no le quedó más remedio que contener la lengua y no mandarla a ese sitio que tan poca gracia le haría.

Por tanto, ya pueden imaginar lo encendída que iba la Encarnación, cuando, surgiendo de las sombras, apareció un tipo engabardinao del cuello a los pies y le mostró una cosita que empieza por la letra p y no es Pancracio, aunque sí que era…

La cosita se balanceó en precario equilibrio durante un breve instante, hasta que un zapato del 41 le metió tal golpe en la entrepierna, que el acosador le hizo una reverencia a la dama y se retiró discretamente.

—Mal día has elegido para tocarme los ovarios, colega… —comentó la guerrillera y siguió su camino

El Pancracio estuvo una semana a base de cojín y hielo y se dijo que a partir de entonces elegiría mejor sus víctimas. Nada de mujeres maduras a las que la vida había golpeado duramente y no sabían apreciar su arte.

A partir de ese momento eligió chicas jóvenes y ancianas a las que abrirles la gabardina.

Precisamente hoy iba a cruzar sus pasos con la tía Dolores, que regresaba a casa, tras perder veinte céntimos en el bingo y llevaba una rabia que no la dejaba ver bien. La acompañaba Ricky, su mascota, un perrito tan viejo como ella, e igual de cegato.

—Yo tengo cataratas y tú el salto entero ese donde van los enamorados a hacerse fotos —le decía al noble animal, mientras le ponía un mejunje de esos que venden en el supermercado y no hay dios que se coma. El bicho le hacía los honores a semejante bazofia, añorando los tiempos en que comía algo más consistente.

Por eso ocurrió lo que tenía que ocurrir cuando el perrito vio ante sí aquella cosa saltarina que se asemejaba a una de esas morcillas que se zampaba en su juventud.

¡Zas!

¡Chasss!

-¡Ayyy!

—¡Ricky, suelta eso! —le amonestó su dueña— ¿Cuántas veces tengo que decirte que no comas cosas de la basura?

El animal obedeció y dejó caer con pesar aquella sabrosa morcilla y se resignó a su suerte, que no era otra que comer esa porquería gelatinosa que lo esperaba al llegar a casa…

Pancracio casi muere y aunque se salvó gracias a un hombre que pasaba y llamó a emergencias, no así su miembro, que con tanto orgullo y perversidad enseñaba y lamentándose de no haber aceptado, hace algunos años atrás, trabajar en películas para adultos.

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Ecency