[Tinta Imaginaria] "Con mi padre carbonero"

Yo les voy a contar esta historia y lo menos importante es que me crean o no. Para mí, lo importante es que yo ni siquiera quisiera contarla, porque todavía nada más de pensar en la cuestión, siento asfixia y algo como que me aprisiona, algo invisible, pero que siento que está ahí todavía rodeando mi cuerpo. He tratado de hacerme creer a mí mismo que todo fue un sueño, pero mi experiencia ya grabada en el subconsciente se resiste a ser suplantada.

Yo siempre anduve, como dicen aquí en Cuba, "con el peo de poeta", tratando de hablar en octosílabos, respondiendo a todo con cadencia poética, en cuarteta. Décimas o versos sencillamente apareados, reflejo de las tradiciones en nuestros campos, eso ya lo tenía integrado a mi rutina de vida y me costaba poco esfuerzo.

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Hace bastante tiempo ya, mi padre en el período de seca iba para el monte a hacer hornos de carbón y allí, desde que comenzaba con el corte de las aromas hasta la recogida de cisco, que son los últimos remanentes del que se quemó, pasaba semanas en el trajín de la casa al monte y del monte a la casa, en su yegua colorada y paticoja, y a veces había que llevarle el almuerzo y la comida hasta allá. En esa labor se alternaba con mis hermanos mayores o con quien estuviera compartiendo de compañero esa tradición campesina.

Una tarde salí con uno de mis hermanos a llevarle la comida y sin darnos cuenta casi nos coge la noche para el regreso de aquel monte, que para mí más que monte en mi percepción de adolescentes me parecía una selva. Me encapriché en quedarme con mi padre esa noche en la veladera del horno y solo oí cuando dijo entre dientes: ¡te vas a acordar de Gerardito!, y de verdad que me acordé.

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Cuando el horno ya está sellado con pajas, yerbas y tierra entra en combustión, bota por los huecos hechos por "los costillares" un humo blanquecino que me seduce con su extraño aroma a resinas quemadas. La forma cónica de los hornos siempre me ha recordado los gorritos de cumpleaños.

El viejo dijo sí y yo empecé a dar vueltas alrededor de aquella fábrica criolla de hacer carbón como si fuera un indio apache, pero entonando cuartetas y la forma literaria que primero se me aparecía. Ya tarde en la noche, a pesar de los mosquitos y del miedo a los ruidos del monte, me quedé profundamente dormido y solo sentí como algo se apoderó de mi cuerpo y no puedo determinar a qué velocidad pasé por un túnel frío y resbaloso hasta caer en un lugar un poquito más espacioso, pero cálido y de paredes como de membrana sintética, deduje que estaba en el estómago de algún animal.

Algo fantástico estaba sucediendo, pues me percaté que desde el lugar podía ver perfectamente todo el entorno y lo que allí sucedía, fuera de lo que me tenía atrapado, pero sin hacerme daño, como si fuera de día, pero sabiendo que era de noche. Veía con claridad a todos los seres dormidos y despiertos del monte.
También vi el horno con sus suaves y olorosas bocanadas de humo y a mi padre componiendo un poco de tierra en un costado. Todo lo veía clarito, clarito.

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Podía escuchar y entender las conversaciones de los animales despiertos a esa hora, sobre todo a los grillos, más cuando tuve que entender que formaba parte de uno de ellos, un saltamontes al que parecía que allí muchos respetaban. Los insectos eran los que más alto hablaban a esa hora de ultratumbas, mientras saltaban constantemente y yo con ellos. De pronto había muchos grillos juntos y se armó un guateque y dos juglares disertaron y el primero cantó así muy melancólico:

Somos los hijos del monte
también de la noche fría,
y sé que en esta porfía
no me gana ni el sinsonte.
Cada vez que hay desmonte
alguien corta la ilusión
de un ser, queda un pichón
sin la rama que es su hogar;
ya nadie nos va a salvar
de esta demolición.

Y dice el contrario:

Solo nos queda cantar
(para el hombre chillería)
En las noches, y de día
solamente dormitar.
Quien nos viene a liquidar
en nombre de algún progreso
no sabe que haciendo eso
marca la ruta del fin:
el tiempo es un sinfín
que no tiene retroceso.

Ya a mí se me estaba calentando la garganta desde dentro de aquel envase, pero vi que mi padre, tan acostumbrado a los ruidos del monte, sobre todo a los grillos, hizo un alto en su labor de tapar un escape de candela, puso extraña atención quizás por la armonía de los cantos. Vino, lo tuve tan cerca que rozó con sus botas el gajito dónde estaba el "Yo insecto" de espectador. Esa noche el horno estaba rebelde y volvió a hacer boca, por lo que regresó rápido a taparla.

Ahí sentí un nuevo tirón y el recorrido fue hacia afuera y me vi dentro de la noche más oscura de mi vida, los insectos de todas las clases sociales de monte chirriaban por todas partes, los mosquitos azotaban y corrí hacia mi padre, que sostenía un farol en su mano izquierda, mojado y tembloroso y al tocarme me susurró: te dije que no salieras del bohío varentierra, que dormir bajo el rocío es peligroso y mira cómo estás todo mojado. Yo solo temblaba y guardaba silencio, pero desde aquel entonces, a pesar de entender las necesidades familiares, ya no vi igual el trabajo de hacer carbón de mi padre.

Las imágenes utilizadas en el post son de mi propiedad, tomadas con mi móvil Xiaomi Redmi 9A. Textos llevados al Inglés por Deepl Traslate.

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