No había energía eléctrica, pero Estela permanecía sentada en el área de la cocina. No temía a la oscuridad de la noche, ni al reflejo de su sombra en la pared. Solo quería estar allí, sumergida en sus pensamientos. Su madre le había repetido siempre que una mujer podía hacer feliz a los miembros de su familia si aprendía a amar la cocina y sus placeres.

—¡Es cierto—pensaba— reconozco que de algún modo mi madre tiene razón! Papá siempre ha tenido ese carácter amargado e inflexible y ella consigue suavizarlo con sus platillos favoritos.

¿Cómo no lograrlo?—suspira— ella es tan tierna, tan dedicada al hogar, tan cautivadora, tan sumisa…

¡Ay no! Esa es la palabrita que no soporto: “sumisión” ¿por qué tiene que ser así, si estamos en pleno siglo XXI?

¿Por qué en esta casa, debe hacerse siempre la santa voluntad del señor Remigio? y lo que es peor: ¿Por qué mamá pretende que yo continúe repitiendo ese patrón?

No es que esté en desacuerdo con el respeto que ella le profesa a mi padre (al contrario, admiro esa bella cualidad en mamá) lo que me irrita es que ni siquiera se atreva a darle su punto de vista y mucho menos a hacer algo en lo que se sienta feliz por temor a desagradarlo.

Considero que el amor es otra cosa. Creo que empieza por nosotros mismos, por valorarnos y darle libertad a nuestros pensamientos y acciones (como dice mi profe de lengua)

Yo, por mi parte estudiaré derecho, (sí, eso haré) me prepararé todo lo que pueda y aprovecharé la gran fortuna de vivir en una época en donde las mujeres tenemos un lugar en la sociedad.

Me dedicaré a ser profesional e independiente (aunque papá se oponga)

A lo lejos, Estela escuchó la voz de su madre, quien recibía con dulzura al Sr. Remigio, diciéndole:

—Cariño, después que te des un baño, te espero en la cocina para que te comas un "bocaíto".

Estela se levantó de un brinco y corrió a su habitación para continuar la lectura de la novela: Ifigenia