Nota de la autora: ¡Hola y bonito día a todos! Espero que estén bien y que estén disfrutando de un bonito fin de semana. Les traigo el prólogo de una especie de novela que ha estado rondando en mi mente por mucho tiempo, y que en estos momentos estoy trabajando en Word.
La protagonista es una vieja conocida que apareció en otros relatos publicados en este espacio. Sin embargo, quiero decirles que aquí el contenido será distinto, como pronto descubrirán a lo largo de esta historia que intentaré publicar, si no todos los días, al menos unas veces por semana.
Espero que les guste.
¡Saludos!
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La vida en Titán es salvaje. Es una jungla, llena de animales extraordinarios que en la Tierra creías hasta extintos. Que como llegaron ahí sigue siendo un misterio que quizás solo Dios, o los dioses, sabrán. Dios… Es un mundo entero, sacado de la imaginación de ese autor de aquel hombre que fue criado por gorilas en el África.
Nadie en la Tierra se imaginaría que Titán, la luna saturnina, fuera así: una gran selva verde, con sus mares y desiertos, sus volcanes, sus montes. Su gente, humanoides, de piel cobriza, ojos grandes, delgados, ágiles en la caza, con sus pequeñas chozas alrededor de grandes hogueras o altares.
Por supuesto, se sabía que Titán poseía dunas, ríos, lagos; que tenía estaciones como la Tierra. Sin embargo, los científicos de la Tierra piensan que no alberga vida, aunque hay ciertas esperanzas de que sea habitable. Pero lo que se ve en las sondas es solo la superficie; si se adentraran algún día, verían lo que yo.
¿Quién soy yo? En la Tierra, soy una mujer desaparecida llamada Martha Videgaray, oriunda de Mérida, Yucatán, México. Una mujer de apenas 29 años al momento de desaparecer; vivía con mi madre, mi padre, mi hermano y mi abuela. En ese entonces había perdido mi empleo como maestra; lo perdí de forma ilegal, dado que en el momento de contratación me hicieron firmar al mismo tiempo mi renuncia, a pesar de mi renuencia y mis dudas. Lastimosamente necesitaba el dinero dado que mi padre acababa de tener un accidente en su trabajo como técnico de una compañía de cable que lo dejó lastimado de la cadera, y mi hermano aún estaba estudiando su carrera en Economía, carrera pagada en parte por mi abuela. Mi madre trabajaba como secretaria en un despacho. Mi abuela ya era una persona anciana; tenía en ese momento 82 años, con una pensión del seguro social que apenas le ayudaba a sobrevivir el mes.
Ante semejante pérdida, me volqué a las criptomonedas por completo y a la creación de contenido. Por supuesto, no podía decir que ganaba grandes cantidades de dinero dada la competencia feroz en el campo; sin embargo, trataba de aportar lo que pudiera para la comida, la renta y los servicios.
Trabajábamos en equipo, luchábamos por tener una vida digna, con nuestros sueños e ilusiones.
Yo no tenía novio para ese entonces; no es que me haya desilusionado del amor, sino que simplemente no estaba en mis prioridades tener pareja, mucho menos tener hijos. El mundo en ese entonces estaba al rojo vivo: guerras, enfermedades nuevas, tráfico de mujeres e infantes, tráfico de órganos, drogas, bullying en la escuela y en el trabajo, abusos sexuales… El mundo, la Tierra era un caos, y yo sabía que traer un hijo a ese estado actual del mundo era traerlo a sufrir cualquiera de esas cosas; a ello debo añadir que en mi familia preponderaban mucho las enfermedades respiratorias como el asma, y las enfermedades mentales como la esquizofrenia.
Mi abuela estaba preocupada por verme sola; para mi edad debí haberme casado, pero como le dije en una ocasión, para casarme necesitaría que la otra persona no solo me ame, sino que esté dispuesta a luchar codo con codo, a trabajar en equipo, y sobre todo a ser franco en sus sentimientos. No quería que me mintieran como le sucedió a una amiga mía; no quería que mi relación solo durara dos años y de la noche a la mañana se anulara vía telefónica, como pasó con otra amiga. No quería cobardías, sino valentías; que me dijeran las cosas de frente, sin rodeos; si me fuiste infiel, prefiero dejar ir todo y quedar en buenos términos. No es que crea en nuevas oportunidades; hay gente que merece esas segundas oportunidades y hay gente que es mejor dejarlas ir porque su tiempo contigo ya terminó.
Esos eran los valores con los que nací y crecí. Son los valores inculcados por mi padre, un hombre de carácter fuerte pero decidido, y por mi madre, una mujer de carácter dulce pero analítica.
Fue mi padre quien le dijo a mi abuela, su suegra, que mi decisión de no tener pareja quizás era lo mejor dadas las circunstancias de la vida.
“Ahorita la gente ya no quiere seriedad en una relación”, solía decirle mi padre. “La gente prefiere vivir el momento, la lujuria, la sexualidad; lo último no tiene nada de malo, pero hay cada irresponsable que solo Dios sabrá si tiene enfermedades venéreas pegadas o no. Incluso es válido que Martha no esté preparada para una relación; no todos nacemos para casarnos y tener hijos”.
Mi abuela lo entendió, aunque aún le preocupaba el tema de mi soledad. Lo entendió y respetó mi decisión.
Pero parece ser que Dios opinaba una cosa distinta. O quizás era el destino.
La noche que desaparecí, había ido a una fiesta en casa de una amiga. Era una borrachera destructora, como le llamábamos entre los viejos colegas de la carrera de Antropología. Una borrachera que cambió mi vida cuando, caminando sola hacia el Oxxo a comprar más cerveza, me cruzaba con personas extrañas que me echaron el ojo. Mi corazón decía que me quedara en el Oxxo hasta que esa gente se fuera, pero mi juicio estaba nublado con el alcohol y pensé que solo eran dos tipos igualmente enfiestados.
Craso error.
Fui secuestrada en medio camino por esos tipos, seres de otro mundo disfrazados de humanos. Fui llevada a su nave espacial, el cual estaba lleno de prisioneros como yo. Me llevaron lejos, muy lejos; me llevaron a un planeta que estaba en nuestro sistema solar, Saturno. Saturno, un planeta que se creía llena de gases, pero que resultó ser un imperio con una sociedad rígida cuya cultura era, podría decirse, cruel en términos de sentimientos.
Fue ahí donde empezó mi aventura.
O al menos era el preludio de ella.