Una terrícola en Titán - Capítulo uno

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Prólogo


Fuente de la imagen: Pexels

No he visto la luz del día durante semanas o meses. Solo estaba ahí sentada, encadenada de manos y pies, junto con otras mujeres. Podía notar que algunas de ellas no eran terrícolas; una de ellas, de cabellos morado y piel cobriza, hablaba un idioma extraño del cual no entendía nada. Nos miraba a todas con desesperación, como si intentara alzar una rebelión o algo así. A pesar de las barreras lingüísticas, traté de calmarla, asegurándole que ya pensaremos en cómo escapar de aquí y regresar a nuestros hogares.

Trataba de infundir al menos un poco de esperanza; no estaba segura cómo, pero sabía que esta situación no dudaría para siempre, no hasta que intentáramos observar, analizar y conocer a nuestros enemigos.

O al menos eso era lo que pensaba cuando de forma repentina la puerta de nuestra celda se abrió. Los traficantes entraron, observándonos como si fuéramos reses, con esas sonrisas siniestras que anunciaban un futuro nada agradable. Una a una nos levantaron con brusquedad y nos colocaron en fila india. Al salir de nuestra celda, caminamos por un estrecho pasillo oscuro hasta lo que parecía ser la compuerta de la nave. La chica de cabellos morados estaba temblorosa; yo me afiancé de su mano, diciéndole que todo saldrá bien mientras observaba cómo la nave se abría, filtrándose la luz del sol.

El aire en mis pulmones se me hizo muy pesado, por lo que me mareé de forma momentánea. Con brusquedad fui apartada del grupo, trasladándome a un sitio de la nave donde se encontraban otras mujeres que, al igual que yo, presentaban mareos, vómitos y hasta ataques de pánico.

Por lo que pude descubrir después, los terrícolas nos tomábamos el tiempo para adaptarnos al aire pesado de este planeta extraño, dado que el oxígeno es mucho más pesado que en la Tierra. A algunos les llevaba días debido a que tenían una comorbilidad previa, mientras que a otras les tomaba solo unos minutos para salir. También hubo quienes no resistieron mucho y perecieron en su intento de adaptación, sea en la nave o al momento de ser comprados por sus amos.

A mí me llevó casi una hora ponerme de pie y salir de la nave; confieso que en su momento temí morir, dado que he nacido con un sistema inmunológico débil a raíz de la herencia familiar del asma de ambos lados de la familia. Pero ahí estaba, saliendo de esa nave, aparentando tener fuerza… Pero con un interior caótico, preguntándose qué sería de mí en este mundo extraño.

Una mujer de alta estatura, cuerpo robusto, mirada astuta y de ricos atavíos nos examinaba una a una. Con sus gruesas manos nos tomaba los rostros para examinar los cutis, palpaba nuestras caderas y nuestros pechos, revisaba nuestros dientes y nos medía los brazos. Todo eso delante de toda una muchedumbre de hombres y mujeres que nos observaban con morboso deleite.

Cuando llegó mi turno, me examinó con mayor detenimiento. Quizás notó que tengo el bello defecto de tener astigmatismo y miopía, o quizás notó que era de una naturaleza tranquila. No sé qué le hizo detenerse bastante en mí, pero tan pronto como terminó de examinarme, se volvió hacia uno de los traficantes y dijo en una lengua que parecía una mezcla de español y francés: “Es bonita, pero tiene defecto en los ojos; además, se ve que es de salud delicada. Es probable que muera durante el parto o que no dé herederos al emperador. Su naturaleza podría decirse que es pasiva, lo que la hace perfecta para el harén imperial o para ser una esposa esclava en dado caso de que el emperador decida compensar a sus generales por sus servicios”.

Aquellas palabras hicieron que mi corazón se desbocara. Si esa mujer me compraba, estaría destinada al harén de un emperador, quizás al gobernante de este planeta. Repasando mentalmente la Historia Universal, el harén no es solo un lugar exclusivo al servicio de un solo hombre; eran escenarios de grandes luchas por el poder entre mujeres que son madres de los hijos del gobernante, así como espacios de educación y crianza. Recuerdo haber leído algo sobre el harén otomano, en donde las mujeres llegaban a ejercer una poderosa influencia política respecto a la sucesión. Si el sultán moría, podría llevarse a cabo el fratricidio; el nuevo sultán, si quería y por evitar intrigas y derrocamientos, ordenaba la muerte de sus hermanos. En caso de no hacerlo, los enviaba al exilio. Los chinos, en cambio, eran un poco más rígidos; solo el hijo mayor accedía al trono, si no es que antes se topaba en su camino toda clase de intrigas palaciegas. Lo curioso era que el sucesor del emperador a veces era hijo de la emperatriz y otras veces hijo de alguna concubina del más alto rango.

A modo personal, vivir en un harén me suena a un mundo particularmente brutal, donde tienes que sobrevivir un tiempo, más si tienes un hijo o una hija. Me da escalofríos pensar que me encontraría ante un escenario en donde todas, con cuchillo en la espalda, finjan ser tus amigas y arrojarte bajo el autobús cuando sea necesario.

Pero había algo que me llamaba la atención en las palabras de la mujer. Que yo recordara, las mujeres nacidas en un harén eran vistas como monedas de cambio en alianzas políticas y en el aseguramiento de su lealtad. La hija y hermana de un sultán o de un emperador suele casarse con gente de la aristocracia o con funcionarios de alto rango. No había evidencia, al menos no de mi parte como científica social, de que una concubina pudiera tener la libertad de casarse con algún general o con algún funcionario, mucho menos que el emperador lo ordenara con la sola intención de asegurar su lealtad.

Pero en este planeta, por lo visto, una concubina es tan dispensable como una botella de plástico; si el emperador quisiera, te casaba con alguno de sus hombres más confiables, mas no serías una mujer libre. Una esclava, lista para parir herederos y enfrentarte a la muerte por la espada una vez cumplida tu función, como me dijo después aquella mujer robusta de nombre Aquilla.

Sin embargo, Aquilla, quizás por lástima, me dijo con franqueza mientras viajábamos con otras mujeres en el carromato: “No todas mueren por la espada, niña. Si tienes suerte y tu marido te agarra cariño, anularía el matrimonio con el permiso del emperador, se vuelve a casar contigo con mayor libertad o te deja ir. En caso contrario, te venderían a los burdeles de algún noble”.

“Suena jodido ese destino”, le dije con franqueza.

“Quizás… Pero mi niña, esto es Saturno, el imperio más grande del sistema solar. El emperador y su corte son los que deciden qué hacer contigo y con los de tu raza. Ellos ya son dueños de tu destino”.

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