Concurso de literatura La Abeja Obrera | Una mañana en la ruta

Buenas tarde y bienvenidos a mi blog, con este relato que escribí para participar en la 5ta. edición del Concurso de literatura La Abeja Obrera en homenaje al escritor venezolano Adriano González León ,premio Nacional de Literatura y premio Biblioteca Breve, por su novela País portátil

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Una mañana en la ruta

A las cuatro de la mañana Rafael ya está listo para salir a trabajar, su esposa lo acompaña mientras se arregla y lo despide con un beso en la puerta de su hogar. Camina con paso vigoroso, es un hombre acostumbrado al ejercicio. A pesar de su baja estatura no siente miedo de la noche y sus peligros, es arriesgado cuando se trata de enfrentar la adversidad, de esas personas que no piensan, no huyen, sino que actúan, que van hacia adelante, como los toros cuando embisten.

Es hijo de un inmigrante alemán, de piel blanca, alto y de ojos grises profundos y de una mujer criolla, morena y de baja estatura. La combinación de dos culturas que se atrajeron por sus diferencias, se conocieron, se amaron, se complementaron y aprendieron a estar juntas.

Estos días han sido turbulentos, los estudiantes se organizan y salen a marchar y a protestar. Las calles se convierten en una batalla campal con la policía. Rafael va pensando en eso mientras llega a la empresa de autobuses donde trabaja de chofer. Sus hijas están en el liceo, la rebeldía en su máxima expresión y ellas participan en las manifestaciones. Aún no se lo han contado, porque saben de su fuerte carácter sobreprotector, pero a su madre si y por supuesto Carmen, que así se llama su esposa, lo ha conversado con él.

Los amigos lo saludan, gritándole y dándole palmadas por la espalda, trabajan juntos desde hace muchos años. —A ti te toca el carro número veinte —le dice Joao, el supervisor —y vas a hacer la ruta El Valle-Santa Teresa. —Rafael es muy responsable con su trabajo y le molesta que algunos compañeros se salten la ruta para descansar. Eso va a llevar a la empresa a la quiebra y todos seremos afectados, les ha dicho en muchas oportunidades.

Después de calentar el autobús y revisar que todo está correcto, se pone su boina gris que le ha tejido su esposa, y piensa en ella, en lo amorosa y buena madre que es. Tuvo suerte en verla aquel día en que la conoció, asomada al balcón, lo deslumbro su belleza y aún lo sigue haciendo. Limpia el volante y sale del estacionamiento, rumbo a su ruta, por esas calles que aún están en penumbra. La ciudad comienza a trabajar temprano y el frío de la madrugada que se escarcha en las ventanas se cuela por las rendijas, todos los pasajeros van abrigados y se acurrucan en los asientos.

La mañana transcurre tranquila y los pasajeros suben y bajan del autobús, el sol va calentando el día y el tráfico se va haciendo más pesado en el centro de la ciudad, ya Rafael ha dado varias vueltas a su ruta, mientras el sonido alegre de la radio anima a los pasajeros. —¡Épale panita!, —le grita un vendedor de frutas desde la acera y él le devuelve el saludo riendo, con esa risa escandalosa y al mismo tiempo cálida, que se pierde entre el ruido de la ciudad.

Más adelante el tráfico se ha detenido completamente y los pasajeros un poco inquietos, ven pasar a unos estudiantes que huyen de la policía que los persigue. Un grupo de ellos ve el autobús y este se convierte en su tabla de salvación, corren desesperados para protegerse, suben rápidamente y le suplican a Rafael que cierre la puerta. Tres policías con rolo en mano y actitud muy agresiva llegan hasta la puerta, pero esta se cierra casi en sus narices, le gritan al chofer que abra la puerta, y golpean el vidrio de la ventana.

Los muchachos lloran y se esconden entre los pasajeros. Una anciana trata de calmarlos. Un hombre que esta sentado atrás grita —¡Abre la puerta para que se lleven a estos desadaptados! —Otros pasajeros lo mandan a callar y durante esos minutos Rafael piensa... piensa en sus hijas y ya ha decidido que hacer, en su autobús él es el que manda. Ve que el tráfico se ha despejado y con su vozarrón que asusta al más pintado, les grita a los policías —¡De mi autobús nadie va a bajar a estos muchachos!, apártense, que me los llevo por delante —mientras que, con su mano derecha, arrugada por los años, pero aún fuerte, agarra la palanca de cambios, y aprieta el pie en el acelerador.

El autobús vuela, y con él, Rafael y todos los pasajeros que entusiasmados aplauden su valentía y arrojo, vuela sobre la cuidad de los techos rojos, vuela sobre la ciudad cosmopolita, esa ciudad que es el alma y corazón de sus habitantes.

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Muchas gracias por leer

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