En este cuento tomo elementos que tienen que ver con la aparición de La Virgen María y su encuentro con el cacique Coromoto de la tribu Los Cospes, que residían en el valle de San Juan de Guanaguanare, hoy Guanare, capital del Estado Portuguesa, y las prácticas religiosas que realizan en su honor, sus feligreses.
Día de trauma
A lo mejor esa mirada se le quedaría por mucho tiempo, ya no era la misma dureza que había mantenido por tantos años, cuando su palabra no permitía más que el silencio, su temida voz aún retumba en mi cabeza como un tambor y no me deja dormir.
Mi madre era tan sumisa, solo dejaba al tiempo enderezar los entuertos.
—Hijo, es mejor evitar problemas, ya se le pasará.
Pero a mí no se me pasó, tampoco puedo decir que me acostumbré, esa cruz me acompaña, no puedo dejarlo a un lado, tirarlo como un fardo y salir sin ese lastre. Siempre traté de hacer valer mi palabra.
—¿Por qué no puedo cortarme el cabello como los otros niños? ¡No me gusta el pelo largo, eso da mucho calor!
—Ya llegará el momento, —esa voz salía desde cualquier lugar, las paredes abrían su boca, el viento entraba y se llevaba el eco. No entendía por qué ese ruido seguía allí dentro, como el tic tac de un reloj que te recordaba el miedo.
Un día, que se me perdió en la memoria, él fue a mi cuarto y me dijo:
—Hoy es el día, todo está listo.
Aún oigo la risa de los muchachos, sus gritos de: ¡Mamita mira para acá! ¡Te ves bonita con esos lazos rojos! ¡Muévete nena!
Ese río de carcajadas me arrastraba, me revolcaba en un delirio que no podía contener.
—¿Por qué tengo que pagar esa promesa mamá?
Hubo un silencio como respuesta, en aquel rostro solo veía un regocijo que no entendía.
—Cuando seas grande lo entenderás hijo.
Aquí estoy, todavía sin entender nada. Buscaba respuestas, preguntaba; por eso me iba a la plaza de La Virgen, para mirar esos indios rígidos, petrificados, con la vista perdida, tal vez sin comprender por qué no se adoraba a la madre tierra, a la luna que nos daba paz.
No eran los mismos indios que veía en mis delirios, aquellos cazaban en el monte, pescaban en esa quebrada para alimentar a su gente. En esos andares, se les apareció una mujer, blanca y de largo vestido. Ella hablaba, pero no entendían y tuvieron miedo.
Esa mujer caminaba sobre las aguas, yo estaba sumido en un sueño, quería gritar al ver tal fenómeno, pero el indio me miró y me apuntó con su arco, quedé petrificado, sobre todo cuando vi que el guerrero tenía el mismo rostro del viejo, el mismo rostro severo que empujaba mi avance por las calles llenas de gente, por aquella carretera llena de sol. Aún siento mis pies llagados.
En esa búsqueda, también fui a ver aquella imagen en el templo. No era la misma, pero pude recordar a ese indio cuando corrió para agarrarla.
—¡Eres mía! —gritó el indio en su lengua y se abalanzó sobre ella, ambos desaparecieron en las aguas.
Tuve que salir corriendo, no aguantaba tanta burla, los veía a todos comentando y reían. Corrí hacia el monte, me arrastré para que la naturaleza me limpiará, me cegara, para no mirar ese rostro severo, ahí vino el enojo y el viejo reparte su rabia para que todos la sientan. La molestia lo transforma. Su voz era como lluvia de piedras. Su mirada era la lanza del guerrero que, emergiendo de las aguas ante la mirada atónita de todos, gritaba. Vociferaba en una lengua que yo no conocía, mostraba el trofeo, un daguerrotipo que brillaba en su mano. Hay que lavar los pecados, eso gritaba.
Luego de calmada su rabia, El viejo solo me dijo:
— En la casa hablaremos, muchacho del carajo.
Me agarró la carne del antebrazo y me la torció, casi me ahogo con el grito que no pude dejar salir. Ese moretón es una mancha oscura que aún llevo.
Ahora estás ahí, tirado en ese camastro, solo con tu enfermedad. No puedo recriminarte nada, el miedo sembrado todavía da sus frutos. De lo que sí estoy seguro es que nadie va a caminar por ti, no tendrás un muchacho para que lave tus dolores, y haga antesala para purgar tus pecados. No habrá nadie dispuesto a reclamar milagros, ni compasión para tu alma.
Cuando ese indio vuelva, salga de las aguas y mire, verá tu rostro, tensará su arco para disparar esa flecha que tanto me ha perseguido, a lo mejor, es el momento de salir de las sombras.
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