Llegaron con sus canciones estridentes y de tanto repetirlas me las aprendí porque no tenía opción; era un cautivo, me apresaron para que las cantara, pero un pájaro no canta encerrado porque le duele el corazón y a mí me dolía y también los oídos de tanto escuchar los sonidos extraños que salían de sus picos. «Tilingo, tilingo», repetían; al principio creí que así llamaban a alguien de la familia, luego venían los siguientes sonidos «mañana es domingo», así supe que cada nuevo amanecer se llamaba domingo y empecé a odiar ese nombre y también a los nuevos amaneceres porque todos me sabían a encierro y cuando entendí los siguientes, esos de que Agapito se casaría con un pajarito, pensé en el pobre animalito porque los pájaros no nacimos para casarnos, sino para volar y cantar libremente. Ahí fue cuando juré que escaparía de la jaula y empecé a cantar mi propia canción:
Tilingo, tilingo/
mañana es domingo/
se casa Agapito/
con un pajarito…/
¿Quién lo impedirá?/
pues ya que no hay más/
yo me arriesgaré/
yo lo salvaré.
Metí el pescuezo en la idea de la libertad y lo retorcía contra los barrotes porque creí que así como antes escapaba de las cuerdas templadas de los huracanes que despedazan las alas, de los incendios del relámpago y de la hoz del águila, podía limar el acero con mis plumas, calentar sus componentes con mi sangre y fundirlos. Pretendí un acto inconmensurable, pero terminaba derrotado una y otra vez y al caer al fondo de la jaula, el mundo me daba vueltas disparatadamente; «paren, paren que me quiero bajar. Tilingo, tilingo no, que mañana no sea domingo, que el pajarito huya de ese Agapito; yo me arriesgaré, lo salvaré, pues no hay nadie más.
El único que me escuchaba del otro lado de la libertad era un niño que le decía a su padre que yo no cantaba como los otros, que más bien parecía que lloraba; «tilingo, tilingo», repetía el chaval y yo: que no sea domingo, y empezamos un contrapunteo de dame que te doy y aunque el mundo me seguía dando vueltas en la cabeza, seguía pensando en el pajarito que sería malogrado por el tal Agapito.
Luego, al contrapunteo se unió la voz del padre, ronca, como un estertor apresurado; también se integró el ladrido del perro, el chillido de la licuadora, el ronquido de la nevera, el tictac del reloj de pared y desde fuera se sumaba la caída de una rama, el silbido del viento, el rumor de la lluvia, el desperezar de las nubes y en lo más profundo, el bostezo del cielo. Todos los sonidos del momento, hasta los que no lograban imponerse llegaron a mi jaula, se metieron en mi pecho y lo inflaron y después se vinieron en retroceso por mi garganta, salían desbordados a través de mi pico, llenaron la jaula, los barrotes cedieron, ¡sí!, se fueron en pedazos y yo podía salvar al pajarito.
Empezó a ocurrir en reverso, la jaula, el niño, el padre, el perro, los aparatos, el viento, las nubes, la lluvia, el cielo, todo se fue de puñetazo; un sólo estruendo acabó con la tarde, la noche lo escondió todo, el agua doblegó los cantos, la naturaleza habló, roncamente, a través de un terremoto y fui libre de elevarme para cantar a mi antojo, y entonces, el reflejo de una centella me recordó al niño que me había provocado con su contrapunteo, el que me había retado a sacar mi libertad, pero para él era tarde porque estaba de prisionero entre los escombros, y yo hui feliz por la oscuridad, con el coro de truenos y relámpagos, con el fondo tenebroso de la muerte ocupándose de los espacios vacíos, pronunciándose como un relieve de sombras misteriosas. Hui sin pensar en lo insólito que suelen ser, a veces, los desastres que causamos al cantar.
Relato escrito para el Primer Concurso Literario "Tinta Imaginaria”, promocionado las comunidades HiveCuba, Soloescribe y La Colmena.
Por si se animan @eleazarvo y @tomasjurado a participar aquí las bases
La portada fue editada en Canva. Imagen de Pixabay Ave