Recorro las calles y lugares, toco tus cosas y lo que te gusta, y allí te encuentro. No te fuiste, estás acá para siempre.
A María Eudocia Rivera (La nona)
Estaba viviendo en los llanos, tierra de leyendas, espantos y héroes, de exuberante naturaleza, rodeada de campos, esteros, ríos, cultivos y ganado, por cuyas calles crecen florecitas amarillas parecidas a la manzanilla, azotadas por un calor constante, exceptuando en navidades cuando la brisa fresca hace que sus pobladores salgan a las aceras frente a sus casas envueltos en sábanas para protegerse de un frío inexistente pero significativo para ellos que la mayoría del año viven bañados en sudores pegajosos que les producen olores similares al cebo del ganado.
Ahí estaba, en esa tierra ajena al nacimiento, aunque propia a la crianza, cuando me llegó la noticia de la muerte de la abuela en el extremo opuesto, los andes, de donde éramos oriundos; descendientes de Timotocuicas, de piel tostada por el sol que junto al frío queman con mayor fuerza, tornando la tez rugosa y los característicos cachetes colorados. También ellos están marcados por un olor propio, entre agrio y ácido que no sé cómo definirlo apropiadamente.
Perdonen mi distracción, pero creo que nací perruno, porque todo suelo expresarlo en olores, ya sea que esté en el llano, disfrutando del aire cargado de olores a mastranto, mierda de vaca, flores silvestres o el olor a café cuando se está colando en manga de trapo; o bien esté en mis montañas andinas, olorosas a tierra mojada, hortalizas y verduras recién cultivadas, o el aroma propio de una moza que pasa embojotada por el frío y al mismo tiempo sudorosa por el duro trabajo cotidiano.
-Ha muerto la nona –me dijo mi viejo con voz llorosa– y tú sabes cómo te quería ella, porque de todos los nietos eres el que más resalta los rasgos indígenas que llevamos con orgullo. Apúrate y llega antes del enterramiento.
El corazón me saltó, como caballo relinchando, y sin tener recursos suficientes para emprender el viaje, me aventuré a volver con premura a mi tierra natal; pues la abuela me había dicho que si no lograba verme el día de su muerte, estaría esperándome junto a su ataúd para despedirse, mientras la acompañaba en su ritual indígena de partida, impregnando pedazos de su alma en esas cosas y lugares cotidianos donde había forjado su vida, y donde la encontraría cada vez que volviera a frecuentarlos.
Ocho horas, cuatro autobuses, un tractor y finalmente una yegua fueron necesarios para llagar hasta la loma donde quedaba su rancho de barro, rodeado de plantas frutales y perros callejeros que aullaban como diciendo adiós a quien en vida los alimentara a pesar de sus carencias. Allí, en su terruño frío y con olor a humedad, moho, humo y tierra mojada, estaba siendo velada como había querido.
Papá, que me esperaba en la puerta, me abrazó conteniendo el llanto para demostrar fortaleza y me dijo: “la nona te espera”.
Efectivamente, allí –cómo me había prometido– estaba ella junto a su ataúd, con su cabellera trenzada en una sola clineja gruesa, sus ojos saltones y su piel arrugada y curtida por el frío y el sol. Intencionalmente ignoré el fuerte olor a formol que impregnaba la sala y me centré en ese aroma a madera podrida que me traía recuerdos de mis días de infancia cuando la visitaba.
Cerro abajo, no muy distante de la casa, estaba el cementerio donde sería sembrada, y donde mis tíos entre tragos de aguardiente y escupitajos de chimó, preparaban la fosa. Aproveché la demora de los trabajos para hacer el recorrido deseado por mi viejita.
Caminamos, o mejor dicho caminé mientras ella se desplazaba sin mover sus pies. Fuimos al conuco donde cultivaba las verduras y vegetales que luego vendía en el mercado que también visitamos. No podía faltar la humilde capilla de paredes descascarilladas donde se congregaba; la plaza donde solía esperarme cuando la visitaba. Paseamos por calles empedradas y frente al convento de monjitas donde, en sus peores días, había dejado abandonada una hija que no podía criar, y me pareció ver lágrimas descender de sus ojos, mientras se difuminaba en la neblina que comenzaba a cubrir todo el ambiente.
Regresé solo al cementerio. Ya la habían enterrado. Me acerqué, levanté la mirada al cielo y le dije: “hasta pronto mi nona, nos estamos viendo”.
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CONCURSO LITERARIO DE HIVECUBA "TINTA IMAGINARIA": Lo Real Maravilloso
Se concursará en Poesía (mínimo 20 versos), Relato Corto (entre 500 y 700 palabras) y Ensayo (entre 700 y 1000 palabras)
Se permite la participación de un mismo autor en dos categorías..
Fuente: Foto familiar