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MICROCUENTO: Nadando hacia la nada


La arena áspera en los pies, pegándose entre los dedos, hundiéndose en cada pisada. El agua estaba fría, verdaderamente fría. El vestido, una mera bata transparentosa, mojó parte de su falda en el choque de alguna ola.

¿Llorar? Para qué, si no siente sentimientos a estas alturas. ¿Frío? Igual, no siente nada. El cuerpo reacciona, y la mente ignora. Lo que podría ser una señal de peligro, sería el último disfrute de sentir, al menos tal y como lo conocemos.

La bata cayó entre la arena, flotando por la espuma blanca hasta perderse. Escondido tras unas piedras, una nota. ¿Querían últimas palabras? Allí estarían, es más, serán eternas.

Se lavaba el rostro, como purgándose, limpiándose de algún mal. ¿De cuál mal? Te estarás preguntando. Del mal de la esperanza, te respondería.

Olas golpeando contra el pecho, empujándole hacia atrás, como pidiendo que se arrepintiera. Eran lo más cercano al público histérico al ver a un hombre colgando de un balcón.

“¡No vayas!” parecía gritar la naturaleza. Violentamente quiso espabilarle, con cachetadas en el tórax y hasta en el sexo.
Por un momento les brindó vida, les colocó nombres, de familiares y amigos, que en sus inútiles intentos le prometían certidumbre.

Algún significado al dolor, algún certificado por culminar la llamada universidad de la vida.
Se callaron la jeta. Las olas pasaron de violentas, al colchón relajante, como transbordador. Con las manos en la nuca, se dejó llevar por el mecer. Como en una cuna.

Abriendo los ojos, vio el paisaje más hermoso. Un sinfín de estrellas, brillando en cada rincón, no hubo un día en que estuviesen más hermosas que en ese.

La luna, redonda y brillante, estaba guiándole a nadar más a las profundidades.
Con fuertes brazadas, se alejaba del cielo artificial que se veía a la distancia, del cual partió. Sus luces amarillas y blancas, pintaban en el mar un cuadro impresionista.

En un punto, sólo había dos opciones, igualmente inhumanas: Seguir nadando, hasta llegar a algún país, convirtiéndose en un héroe. O regresarse, haber vivido la experiencia cargada de adrenalina, contarles a sus futuros hijos la enorme hazaña y su peso simbólico.

Pero estaba claro, ninguna era posible, los miedos no podían aparecer. Optó por la segunda, arrepentirse, colocar un último reto que su cuerpo, aunque fuesen instintos, le pidiera hacer.

Nadó y nadó, practicando todas las técnicas que sabía. Braza, mariposa, espalda, sucara. Se agotaba, empezaba a escuchar más el burbujeo desesperante, que el mecer relajante. Al cansarse, volvía a flotar, intentando tener el mismo estado de paz del inicio.

“Te lo dije” le escuchó decir a las olas, por última vez. Ellas siguieron empujando, a la lejanía, sin importar el esfuerzo. ¿Gritos? Con qué aire se realizarían, y nadie vendría.

Y por última vez, sintió. Arrepentimiento, quizá lo que impulsa a tantos a vivir. Miedo, del dolor. Felicidad, de que todo acabara al fin.